Hay quien establece una primera fase del parto, anterior al alumbramiento propiamente dicho, en la que todas las partes del organismo que van a intervenir se preparan para ese momento. Aunque es difícil determinar exactamente cuándo empieza y cuánto dura esta fase latente, por regla general son varios días en los que las contracciones tienen una frecuencia e intensidad muy variable, hasta el punto de que algunas mujeres acuden al hospital pensando que ha llegado el momento para descubrir enseguida que los dolores han vuelto a desaparecer.

Este momento, conocido como los pródromos del parto, coincide con el acortamiento y borramiento del cuello uterino. Normalmente duro y alargado, este ‘conducto’ se prepara entonces para el alumbramiento, acortándose y reblandeciéndose a consecuencia de las primeras contracciones.
La primera fase se prolonga alrededor de trece horas –algo menos en los segundos partos– y coincide con el inicio de las contracciones maternas. Se trata de la dilatación. La frecuencia y la intensidad de estos ‘dolores’ permite saber en qué momento del parto estamos; y cuando ya se producen cada tres-cinco minutos es aconsejable ir al hospital. Allí, una matrona procede a una primera exploración vaginal y, mediante un cardiotocógrafo, se valoran las contracciones y los latidos del feto.

La segunda fase dura unos 90 minutos, el tiempo necesario para que el cuello uterino se dilate lo suficiente y el niño comience a moverse en el interior del útero, hacia el exterior. Según algunas matronas este tiempo puede acortarse considerablemente, hasta reducirse a una media hora, si la madre está situada en una posición vertical. La dilatación del cuello uterino atraviesa tres etapas: latente, activa y de transición. El primero de los tres momentos, generalmente todavía en casa, se produce cuando el cuello del útero se expande unos 2-3 centímetros y las contracciones tienen aún una frecuencia de unos 15 ó 20 minutos. Poco a poco se irán haciendo más frecuentes hasta llegar a la fase activa, el momento más molesto de todo proceso. El tapón mucoso, el moco cervical que tapona el cuello, se desprende del canal cervical cayendo a la vagina y de allí al exterior, y los movimientos uterinos se repiten ahora cada 3 minutos aproximadamente. Finalmente, la fase de transición coincide con la máxima intensidad de las contracciones, cuando el cuello del útero ya ha alcanzado una anchura de 10 centímetros.


El médico o la matrona comprobarán mediante exploración vaginal cómo va el proceso de dilatación y dónde se encuentra la cabeza del feto. En estos momentos el niño efectúa diversos movimientos de cabeza hasta colocarse ‘en posición de salida’. La duración de esta etapa depende también de si la madre ya ha tenido hijos antes o de si es primípara. Al finalizar esta fase de expulsión el niño ya ha nacido.

En el nacimiento, el feto está sometido a fuertes presiones, aunque en todo momento le sigue llegando la sangre ya oxigenada de la madre. En ese momento, su organismo segrega enormes cantidades de adrenalina y noradrenalina, más de las que producirá en cualquier otro momento de su vida. Estas sustancias le ayudarán a abrir sus pulmones y sus bronquios, de manera que estos puedan adaptarse al paso de un medio líquido a otro expuesto al aire. Además, el feto tiene más cantidad de glóbulos rojos que un adulto –e incluso más capaces de captar oxígeno–, por lo que su cuerpo está preparado para afrontar la falta de oxígeno que se produce durante cada contracción. Con cada una, la placenta se ve ‘aprisionada’ de manera que disminuye el flujo de sangre que va del útero al niño y que le nutre. Si se interrumpiese del todo se produciría sufrimiento fetal agudo prolongado, podría provocar su muerte. Por otro lado, en estos momentos, su cráneo es todavía blando y moldeable, lo que facilita su paso a través del canal del parto. Finalmente, y después del niño, el organismo de la mujer expulsa la placenta, un momento que se conoce como alumbramiento.