Aprender a negociar y a compartir las diferencias con la pareja ayuda a evitar futuros conflictos.

Según el Instituto Nacional de Estadística, durante el año 2006 en España se constituyeron 211.818 matrimonios y se disolvieron 145.919, casi la mitad de forma contenciosa. A pesar de que estos números sólo reflejan de manera parcial la realidad (no incluyen las parejas de hecho, las parejas en crisis que no se separan o las parejas que lo son sin papeles ni registros), la proporción de los fracasos es enorme.

Si a estos datos se añade la cantidad de parejas que mantienen una relación caracterizada por dolorosas y habituales peleas, que buscan fuera de la relación satisfacciones que esperaban encontrar dentro y que hacen terapia de pareja buscando una última oportunidad, el porcentaje se eleva hasta el absurdo, ya que absurdo parece que el modelo escogido por el ser humano para pervivir y mantener la especie -es decir, la familia- tenga que ser tan insatisfactorio para tantas personas. ¿Es que el modelo actual de familia no responde a las expectativas de los hombres y mujeres españoles o es que no nos han enseñado a convivir en armonía y de forma satisfactoria?

Problemas maritales

La gran mayoría de humanos nacemos y crecemos en un contexto familiar y social que constituye el marco de referencia en los aprendizajes, los valores y las creencias que luego, ya adultos, nos ayudarán a tomar decisiones y a conducirnos por la vida.

Durante la adolescencia, centrados en el desarrollo de las relaciones afectivas, aparecen las primeras experiencias de enamoramiento, ese fuerte sentimiento de atracción por otra persona a la que casi no conocemos. La natural intolerancia ante el no saber nos llevará a ir conformando una imagen del otro basada más en detalles y deseos que en un racional análisis de lo que sí sabemos o en un esfuerzo por buscar datos contrastables. Con la sana intención de reducir la incómoda incertidumbre de sentirse atraído por un desconocido, el ser humano no se da cuenta de que está soñando despierto, de que está idealizando, de que está construyendo un personaje más basado en sus deseos que en la realidad de los hechos.

Si el proyecto funciona, la pareja iniciará un periodo de noviazgo: por un lado, un agradable proceso de gratificaciones compartidas y negociadas (salir a cenar, bailar, conocer a los amigos, tener relaciones sexuales…) aderezado con la euforia de la novedad; por el otro, como se mantiene la independencia y la privacidad por vivir en espacios separados, evitarán los conflictos de convivencia, un mayor conocimiento del otro y la toma de decisiones cruciales en la vida de ambos. No es de extrañar que, embriagados por este euforizante cóctel de emociones agradables, sigamos usando la fantasía para construir, sobre una imagen previamente idealizada y en un marco de conocimiento selectivo muy satisfactorio, un proyecto de futuro compartido.

Empiezan los problemas

El siguiente paso, tal y como marcan los cánones de nuestra sociedad, es evidente: iniciar un periodo de convivencia. Y aquí pueden empezar los problemas, los sentimientos de desengaño cuando se comprueba que la persona con la que se convive no es la misma con la que se salía (ese «otro» tan idealizado), cuando aparece la monotonía con las rutinas y obligaciones del día a día, cuando hacen acto de presencia las primeras dificultades económicas, las costumbres y las manías de la pareja. Y al sentimiento incipiente de insatisfacción se le une la desmitificación del otro, las primeras crisis y la sensación de equivocación, de engaño. La mayoría se autoengaña con un «ya lo iré cambiando», otros optan por el rompe y rasga y disuelven la relación (el 8% de los divorcios en 2006 lo fueron de parejas con menos de 2 años de convivencia) y otros acuden en busca de ayuda.

«¿Pero quién me va a enseñar a mí a vivir con mi pareja?», dicen muchos ante el temor de mostrar a un desconocido su vida íntima. Y lo cierto es que todo, también la convivencia en pareja, precisa de un aprendizaje.

La búsqueda de la felicidad

Si creemos que la raíz de nuestra insatisfacción radica en la actitud o el comportamiento de nuestro cónyuge, usaremos estrategias coercitivas (como las amenazas sutiles o claras) para que cambie. Ante esta situación hay dos opciones malas: o el sometimiento al otro o la devolución de la agresión y el inicio de una espiral de conflictos. Pero hay otra alternativa: asumir la parte de responsabilidad que uno tiene y buscar la complicidad y colaboración de la pareja en busca de un mayor nivel de satisfacción. De ambos.

Si a lo largo de nuestras vidas hay un factor constante, ése está relacionado con el cambio continuo: vamos creciendo y van cambiando nuestras necesidades, como también las de nuestra pareja y las de nuestros hijos; evoluciona asimismo nuestro entorno y sus exigencias; aparecen problemas y dificultades, y lo que ayer estaba bien, hoy es insuficiente. Por ello es necesario un esfuerzo constante de adaptación a una realidad cambiante. En el contexto de nuestra relación de pareja, el inicio de la convivencia no se debe confundir con la llegada a la meta, sino con la línea de salida de una carrera de obstáculos, donde la mejor habilidad es la comunicación y la mejor estrategia la cooperación.

Pero eso no es fácil. Con los años, hemos ido desarrollando un estilo peculiar pero eficaz en la solución de problemas: sabemos lo que queremos y qué hemos de hacer para conseguirlo. El error está en olvidarnos de que somos dos, que si no tenemos en cuenta las necesidades de la pareja y su forma de resolver problemas nos pasará lo que ya vaticinó Oscar Wilde: «con la mejor de las intenciones se causan los peores desastres».

Inmersos en el doloroso sentimiento de la insatisfacción, atendiendo a los numerosos errores que comete nuestra pareja, desde la conciencia de que somos las víctimas y que es el cónyuge el que debe cambiar, suele pasarse por alto una de las leyes fundamentales en las relaciones humanas: para recibir, primero hay que dar.

Si eso es lo que hacemos habitualmente con nuestros amigos, ¿por qué nos negamos a hacerlo con nuestra pareja cuando las cosas van mal? Cuando somos capaces de expresar nuestro afecto y hacer sentir al cónyuge que nos importa, estamos creando las mejores condiciones para que escuche nuestras quejas y nuestro dolor, y para que nos ayude a ser más dichosos.